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PRESENTACIÓN

LOS MEXICANOS Y LA POBREZA

Rolando Cordera Campos*

Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros
son pobres y miserables
Adam Smith (1958)


I

México es hoy, como lo era ayer, un país con enormes cuotas de pobreza, así como en extremo desigual y vulnerable. A más de 25 años del comienzo de los programas de combate a la pobreza, y habiendo transcurrido los primeros quince años del siglo XXI, si bien la cuestión social es analizada cada vez mejor, el “espíritu público” —hoy inscrito en formato democrático y plural— sigue percibiéndola de manera tangencial.

La pobreza, no obstante su presencia lacerante, no es noticia. Nunca habíamos conocido y sabido tanto de la cuestión y es por eso que debemos repetir que nunca habíamos hecho tan poco para encararla y superarla, como dice la paradoja de Bossuett en versión del estudioso Pierre Rosanvallon (2012). Tal vez lo más grave sea que, a diferencia del pasado no tan remoto, hoy la pobreza y la desigualdad no se concentran en los territorios de la ruralidad profunda sino que se han vuelto parte del escenario urbano, donde vive la mayoría de los mexicanos y se realiza el drama político de la democracia apenas emergida a fin del siglo XX.

La cuestión social de los modernos, tal y como se ha descrito, no es todavía una parte central de las agendas políticas nacionales, no es una circunstancia que concite voluntades y acuerdos; más bien, se ha convertido en una “forma de ser” que pone en evidencia una enorme falta de sensibilidad de la sociedad en su conjunto y de sus élites políticas respecto no sólo de la pobreza sino, sobre todo, de la distancia inicua que tiñe nuestra convivencia social. Si la disminución y la superación de la pobreza no se inscriben como el meollo de la economía política nacional, se convierten entonces en costumbre. Así, más que de una cultura de la pobreza, de la que nos hablaron los antropólogos en los años sesenta del siglo XX, habría que hablar de una cultura de la riqueza, de un regodeo con la satisfacción que se impone a dominantes y dominados.

Esta disonancia mexicana nos habla del gran divorcio y la insensibilidad que abruman y pueden ahogar el espíritu público emergido del cambio político nacional. Una “normalidad” como la que esto anuncia no lleva a la democracia, sino a la simulación.

Ni desde el punto de vista de la ética republicana, ni desde la óptica de la estructura económica del país, se puede “justificar” esta malhadada combinación. Lo que hoy es transparente es que la vulnerabilidad y la inseguridad comunitaria y personal, encuentran en esa combinatoria la matriz fundamental que las nutre y explica, sin desmedro de los varios factores culturales, nacionales e internacionales, que confluyen en su dinámica y composición.

Como punto de partida indispensable, es necesario subrayar la prioridad que lo social debería tener para lo político, hoy entendido sobre todo por su impronta democrática, y para las políticas que deban proponer —y proponerse— los gobiernos emergidos del nuevo contexto competitivo y pluralista que define a la democracia representativa mexicana. Para lo político, la reforma social del Estado debería estar presente como una de las prioridades más altas de las agendas partidarias, articulando y dando sentido a compromisos específicos cuya racionalidad debiera estar ordenada por propósitos de equidad enfilados a darle realismo a la propuesta esencial de la democracia: igualdad más allá de las urnas. Para las políticas, porque las estrategias y acciones económicas sectoriales o regionales sólo cobran vigencia cuando se proponen para resolver de fondo los orígenes de las asimetrías que caracterizan a la sociedad, tanto en el espacio como en su estructura y carácter.

Por décadas, la justicia social y su expresión en los derechos sociales fueron los vectores que, además de contribuir a la creación de las instituciones de seguridad social, promovieron leyes dirigidas a redistribuir el ingreso nacional mediante el impulso al trabajo y al salario. Vistos en perspectiva, éstos y otros esfuerzos del Estado se han multiplicado para hacer frente a la pobreza de masas y, en alguna medida, a la desigualdad que han acompañado al desarrollo del país.

De la redistribución de la riqueza inducida por la reforma agraria, o la del ingreso buscada con el impulso a la organización y la lucha de los trabajadores en el terreno de la producción, se pasa a una visión que da prioridad a un despliegue institucional destinado a la creación de un piso básico de garantías sociales, un “paquete básico” de compromisos del Estado, que podrían haber conformado lo que hoy llamaríamos un complejo de “políticas de Estado”. La segmentación de esos esfuerzos, sin embargo, marcó las viejas y nuevas escisiones heredadas o producidas por los cambios estructurales de la economía y llevó a dosis progresivas de ineficiencia en la acción del Estado dirigida a modular y encauzar la cuestión social, que se combinaba de forma aguda con los procesos de urbanización y “terciarización” del trabajo, que han definido el fin de siglo, y su irrupción en los escenarios de globalización y crisis que definen el nuevo milenio.

En los años treinta del siglo XX, el Estado mexicano trató de volver realidad su discurso de justicia social y combinarlo con modalidades de mudanza estructural congruentes con los cambios que acompañaban el vuelco del mundo al calor de la Guerra Mundial y la segunda posguerra. Así, se exploraron rutas de reivindicación social basadas en diferentes tipos de redistribución de la riqueza y el poder social, en particular mediante la reforma agraria y el apoyo a la organización de los trabajadores asalariados, cuyos derechos laborales eran considerados bajo la tutela abierta y más o menos directa del Estado. Como se sabe, esta vía de reforma estructural redistributiva “hacia abajo” llegó a su clímax durante el gobierno del presidente Cárdenas.

A partir de entonces se produjo un cambio y el Estado buscó darle a sus compromisos de justicia social una impronta institucional y menos redistributiva, más gradual y menos reformadora de estructuras que habían sobrevivido al reformismo de Cárdenas o habían emergido al calor de aquellas confrontaciones. Sin embargo, el crecimiento demográfico que caracterizó la época de la industrialización dirigida por el Estado trajo nuevas y adicionales presiones sobre los fondos públicos. Eso sí, al menos hasta el final de los años sesenta del siglo XX, la combinación de crecimiento con empleo y seguridad social permitió sostener que la pauta de política social, iniciada en la década de los años cuarenta, fuera viable y promisoria.

Sin embargo, en los años setenta empezaron a detectarse grietas en la capacidad de la economía para generar los empleos requeridos y la calidad de los generados empezó a manifestar desigualdades crecientes. Con las contingencias y oscilaciones que trajo consigo el ciclo económico internacional, que arrancó a fines de los años sesenta, la inflación reapareció, los equilibrios del “desarrollo estabilizador” comenzaron a flaquear y la realidad de la desigualdad, en buena parte ocultada por la expansión económica y del empleo, se abrió paso para dar lugar a las primeras grandes jornadas de reclamos distributivos que anunciarían la necesidad de revisiones más o menos profundas en la arquitectura institucional de la política social.

Las revisiones —que sin duda las hubo— no recogieron la pauta de reclamos abierta por la crisis de la forma de desarrollo anterior y, en todo caso, fueron unilateralmente concebidas como operaciones de contención de la cuestión social, que irrumpía como pobreza de masas y enormes distancias entre los diversos contingentes de la sociedad, tanto en el campo como, fundamentalmente, en las urbes. Así, se abrió paso la informalidad laboral que hoy domina los mercados de trabajo y determina un abanico de remuneraciones que define a México como una sociedad de bajos ingresos y altos niveles de vulnerabilidad social.

De lo anterior se puede extraer una agenda de requerimientos y visiones que recuperen la idea misma del largo plazo para un crecimiento económico y unos compromisos políticos nacionales de amplio espectro para superar la pobreza y disminuir la desigualdad. Sólo así podrá crearse un clima de entendimientos sociales y reformas institucionales y de estructura con los cuales se puedan (re)construir las ecuaciones básicas entre distribución y acumulación, que demanda un desarrollo sostenido y modernizador.

Las políticas de superación de la pobreza y de reducción de la desigualdad deberán contemplar una renovación ética de la sociedad, una ética pública, como ha dicho Adela Cortina (2003), que reivindique la solidaridad como valor moderno, así como un papel renovado del Estado que replantee los mecanismos de participación social que den soporte a políticas directa o indirectamente redistributivas.

En este sentido, resulta de primer orden el esfuerzo del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para armar una gran e importante colección, no sólo por el número de volúmenes, sino por el enfoque del proyecto y su presentación.1 Se trata de un gran fresco de nuestro rostro social, presentado desde diferentes miradores. Así, a partir de los resultados de la encuesta, los diversos investigadores y académicos involucrados en el proyecto, nos acercan a temas como: economía y empleo; pobreza; educación; salud; vivienda; movilidad y transporte; familia; niños, adolescentes y jóvenes; envejecimiento; género; migración; ciencia y tecnología; cultura; información; medio ambiente; globalización; identidad y valores; seguridad pública; justicia; corrupción; religión y secularización; federalismo y cultura política.

El valor de este amplio panorama estriba no sólo en conocer las percepciones, herramienta útil para orientarse en el quehacer social, sino también la riqueza de los acercamientos a determinado tema o fenómeno en particular, lo que en buena medida nos permite visualizar si los mexicanos somos capaces de vernos y representarnos como una comunidad nacional, pobre y desigual, en la que, sin embargo, es posible desplegar estrategias de inclusión social y ampliación democrática; una sociedad en la que, en efecto, quepamos todos; una nación en donde la igualdad no sea sinónimo de uniformidad, sino de capacidad de todos los individuos y grupos de elegir y realizar su plan de vida conforme a sus propios valores. Entender, por tanto, la igualdad no como uniformidad sino como trato semejante a todo lo diferente, donde todos podamos contribuir a tener un piso básico y universal de derechos sociales.

II

Como se dijo al inicio de estas notas introductorias, México es un país fragmentado y desigual. Las cifras sobre pobreza, construidas con cuidado y presentadas con oportunidad por el Coneval son contundentes: de acuerdo con su reporte más reciente, en 2012, 53.3 millones de mexicanos eran pobres y sufrían 2.4 carencias en promedio. También en 2012, pero en situación de pobreza extrema,2 vivían 11.5 millones de personas, que acumulaban 3.7 carencias (gráfica 1). Asimismo, se observa que la pobreza no afecta a la población de una manera simétrica.

Gráfica 1

Fuente: estimaciones del Coneval con base en el mcs-enigh 201.

De acuerdo con los hallazgos del consejo, los grupos más vulnerables son los menores de 18 años y los grupos indígenas, siendo estos últimos los más pobres entre los pobres. Los menores de 18 años están poco más de dos puntos porcentuales por encima de la media nacional en condiciones de pobreza extrema. Por su parte, los indígenas triplican este número, 30.6 por ciento de este grupo padece más de 3.7 carencias promedio y un ingreso menor a la línea de bienestar mínimo. Visto “desde arriba”, no puede sino alarmar e indignar saber que sólo 5.3 por ciento de los indígenas se encuentra en condiciones de ser calificado como “no pobre” y “no vulnerable”, contra el 19.8 por ciento nacional (gráfica 2).

Gráfica 2

Fuente: Coneval, 2012.

El mantenimiento y la reproducción de la pobreza, así como la ausencia de oportunidades para salir de ella, debe ser ya un argumento prima facie en favor de inscribir la discusión sobre la pobreza y la desigualdad en el contexto más amplio de una reflexión sobre el desarrollo, que combine las dimensiones económica, social y cultural. La “gran transformación” del último cuarto del siglo XX no se ha traducido en los cambios esperados; los vectores indispensables para impulsar y sostener una economía fuerte y con capacidad redistributiva no se han concretado.

Si además se considera la infraestructura desigual, la imparable bifurcación del eufemísticamente llamado mercado laboral en favor de la precariedad y la informalidad, así como el debilitamiento de la capacidad del Estado para auspiciar la economía, el resultado no podría ser peor: modernizaciones económicas, políticas y sociales segmentadas e incompletas, asociadas a un ya secular “estancamiento estabilizador” cuyas dinámicas reproducen imperfecciones y asimetrías previas, echando por tierra las expectativas de mejoramiento de los mexicanos, sobre todo de los jóvenes y adultos jóvenes.

Debido al carácter multivariado de la cuestión social contemporánea, las explicaciones no pueden reducirse a un solo aspecto; sin embargo, es preciso insistir en que es en el empobrecimiento mayoritario y en las inaceptables distancias que marcan la distribución del ingreso, donde debe ponerse el acento y el esfuerzo político para erigir nuevas plataformas de convivencia comunitaria y acción colectiva. Éste debe ser un tema fundamental de la estrategia a seguir

Tampoco debemos olvidar que la agenda de la cuestión social se ha vuelto cada vez más compleja. Por ello, además de contar con un diagnóstico preciso del contexto económico y demográfico, requerimos tener presentes las ominosas llamadas provenientes de los impactos actuales del cambio climático y de su secuela, así como del deterioro ambiental, para definir trayectorias que combinen con realismo, pero sin resignación, el logro progresivo de metas de equidad e igualdad sociales, crecimiento económico y sustentabilidad ambiental.

Hay que insistir, en particular, en que la política de desarrollo social no puede continuar como rehén de las contingencias económicas que destruyen en unos cuántos años los avances de décadas.

III

México requiere una verdadera reforma de orden estructural y conceptual. Los criterios más rigurosos de evaluación de la estrategia de desarrollo y de la política económica y social deben ser la equidad, la remoción sostenida de la pobreza y los avances efectivos hacia la igualdad. Sólo mediante la construcción de una sociedad más equitativa e incluyente se podrá aspirar a un crecimiento económico sostenido, que a su vez sea un factor para garantizar la estabilidad política y la consolidación de las instituciones democráticas.

La profundidad de la cuestión social contemporánea mexicana choca con la enorme dificultad que como sociedad enfrentamos para asumir nuestro rostro pobre y desigual. Las cúpulas, aunque no sólo ellas,― se fortifican en sus creencias y convicciones, así como en sus residencias y complejos habitacionales, optan por el consumo conspicuo en gran medida foráneo y la (auto) celebración de su riqueza. Los pobres carecen de voz para hacerse oír por los que no lo son y el sistema político, que se abriera a la democracia en los últimos lustros del siglo pasado, no los ha provisto de cauces para ello.

Uno de los factores más decisivos del mantenimiento de la pobreza es la opacidad de dicha circunstancia, su desnaturalización y distorsión, junto con las baterías dizque intelectuales y académicas, dirigidas a cuestionar o relativizar la injusticia social, hasta hacerla invisible. En una especie de paroxismo irracional, algunos estudiosos y no pocos acomodados en los renglones de los más altos niveles de ingreso y riqueza, de plano la niegan, sobre todo cuando aparece asociada a la desigualdad, rechazando así sus efectos sobre el conjunto de la vida social y la democracia.

En este sentido, la gran reforma social que el país requiere podría verse como un edificio modular cuya erección requiere, sin embargo, dar credibilidad y viabilidad al proyecto de un Estado de bienestar comprometido con la universalización de derechos y servicios básicos. El eje de un acomodo social como el delineado, centrado en el bienestar para el conjunto de la sociedad y en la ampliación ambientalmente responsable de las capacidades productivas de la economía, tendrá que ser la reforma fiscal del Estado basada en un pacto social abiertamente redistributivo. Dice Victoria Camps:

El valor de la igualdad es una condición de la libertad. Pero está lejos de las mentes de nuestro tiempo el igualitarismo sin matices. La justicia distributiva ha de tener como objetivo el igual acceso de todos a los bienes más básicos. A eso le llamamos “igualdad de oportunidades”, “igualdad de capacidades” o, sencillamente, “equidad”. No se trata de suprimir las diferencias, sino de conseguir que éstas no sean discriminatorias ni excluyentes.3

Así, como dice Camps, la corresponsabilidad, la transparencia y la exigibilidad de los derechos, son principios rectores en tanto la equidad sea un valor a desarrollar mayormente por las instituciones políticas, en cuyas manos están las acciones de justicia distributiva, y en tanto la solidaridad sea un valor que debe desarrollar el individuo.

Amartya Sen (1997), por su parte, ha señalado la necesidad de un nuevo pacto social a partir de una tesis muy sencilla: ninguna sociedad puede actuar libre y democráticamente con elevados niveles de pobreza. Aunque evidentemente la problemática es abrumadora y multifacética, la visión que Sen plantea es alentadora: cambiar los términos en que se piensa lo social y aceptar racionalmente que puede prevalecer un pacto político y social que subordine el interés individual al colectivo.

La política social para el aquí y el ahora pasa por realizar un balance de lo que tenemos y ubicarlo en el contexto más amplio de los desafíos que nos plantean los rezagos sociales acumulados, la desafiante demografía juvenil de nuestro país y la necesidad de insertarla en una estrategia de desarrollo a largo plazo. Sería en el marco de esos compromisos y esta estrategia que México se vería como una sociedad capaz de remontar progresivamente muchos de los problemas estructurales que han aquejado a nuestra economía y a la vida social, incluida la creciente amenaza de la violencia criminal.

La política social también debe tener, como se dijo, una relación virtuosa con la política económica, no de subordinación. La primacía de lo social debe guiar a la política económica a la obtención de los recursos necesarios para poder construir un auténtico Estado social capaz de garantizar los derechos sociales básicos. El desarrollo social no puede seguir condicionado a la disponibilidad de recursos según lo determine una racionalidad financiera, por lo demás, discutible. Por el contrario, el principal argumento en favor del desarrollo, que siempre implica un proyecto de cambio, es una reforma social integral, amplia y redistributiva. Y viceversa: no habrá desarrollo sin una reforma de esta especie.

El empleo, por su parte, debe ser el eje articulador del nuevo círculo virtuoso entre la política económica y la política social. La forma en la que hasta ahora hemos desperdiciado el bono demográfico de la sociedad mexicana, debe ser revertida en favor de una estrategia económica que tenga como objetivo principal resolver el doble reto que implica tanto la generación de empleos como la recuperación de los salarios, lo cual sólo es posible si aumentamos el capital físico de la economía por medio del incremento de la tasa de inversión neta para promover el rendimiento y la productividad del factor trabajo ya que, de otra forma, la sola expansión del empleo no será capaz de garantizar el derecho al trabajo digno.

Las consecuencias económicas y sociales de una recuperación del empleo y del poder adquisitivo del salario, tendrán necesariamente efectos positivos Pobreza en la distribución del ingreso, la superación de la pobreza y el fortalecimiento del mercado interno, base del crecimiento económico a largo plazo.

IV

Se sabe bien que existen muchas formas de referirse a la pobreza. En la actualidad, en términos generales, es usual hacerlo recurriendo a números “duros” que recogen y resumen capacidades adquisitivas de mercancías o derechos de acceso a bienes públicos referidos al bienestar de modo específico o genérico. Sin embargo, en los últimos tiempos ha ganado presencia una línea de reflexión e investigación que busca evaluar la percepción que tienen los pobres de su situación, la llamada “pobreza subjetiva”; se presenta como una herramienta complementaria que permite entender mejor el fenómeno y contribuir al diseño de políticas más eficientes y adecuadas para combatir la pobreza (cfr. Székely, 2005), ya que, como lo han señalado varios autores y organismos, la concepción que se tiene ahora de la pobreza es multidimensional: “La evidencia disponible sugiere que la pobreza es un fenómeno social polifacético. Las definiciones de la pobreza y sus causas varían en función del género, la edad, la cultura y otros factores sociales y económicos” (Narayan, 2000: 32).

En este y otros sentidos, los textos que conforman este volumen nos ayudan a comprender cómo se ven los mexicanos, sujetos beneficiarios de los programas sociales, a sí mismos; y qué, según ellos, puede y debe cambiar para que su condición social sea diferente. Porque si las políticas sociales no contemplan la participación de las personas, si no contribuyen a la creación de ciudadanía democrática, entonces su esencia y carácter queda diluido en una suerte de corporativismo y paternalismo.

Por esto es que la participación decidida de los sujetos, individuos y comunidades, debe ser uno de los componentes de las políticas, tanto en su diseño como en su puesta en práctica. De esta suerte, podrá esperarse que tales políticas se traduzcan en avances de capacidades individuales y colectivas, así como en un crecimiento económico sustentado en una efectiva cooperación social.

En “Trabajo y percepciones de bienestar, pobreza y política social en México”, Sara María Ochoa León aborda las percepciones que las personas (encuestadas) tienen sobre algunos problemas sociales y el peso que otorgan al trabajo, ya sea como causa o como efecto. La autora da seguimiento a las características sociodemográficas y laborales de quienes atribuyen un rol relevante a las variables laborales. A pesar de que la encuesta4 en que basó su estudio no proporciona información para avanzar en el conocimiento de estas cuestiones, es posible identificar respuestas a los temas estudiados, en las cuales el del trabajo ocupa un papel central.

Su ensayo, compuesto por siete apartados, analiza el papel atribuido al trabajo en términos de bienestar, superación de la pobreza, en relación con la política social y la valoración de los apoyos. Entre sus hipótesis se apunta que las personas ocupadas y con mejores condiciones laborales muestran una mayor satisfacción con el empleo, y algo similar ocurre con su percepción del mismo como vía para combatir la pobreza.

Israel Banegas, en “Quién es pobre, por qué es pobre y de quién depende solucionar la pobreza: los mexicanos vistos por sí mismos”, se aproxima al tema a partir de tres preguntas: ¿qué identifica la población como un sujeto en condición de pobreza?, ¿cuáles son las causas de que alguien sea pobre? y ¿de quién depende la solución de la pobreza? El autor llama la atención respecto a la necesidad de que en los enfoques para superar la pobreza, en tanto fenómeno social multifactorial, se requiere conocer y entender las actitudes, creencias y percepciones de los actores involucrados, y tomarlas en cuenta para el diseño de mejores políticas públicas.

“Percepciones sobre movilidad intergeneracional”, de Iliana Yaschine, analiza las percepciones de la población mexicana sobre la movilidad intergeneracional al comparar su situación tanto con la de sus padres y con la que suponen tendrán sus hijos, tanto en términos de movilidad de clase como económica.

Por su parte, Delfino Vargas, en “Bienestar subjetivo y cohesión social”, estudia el fenómeno de la cohesión social y su relación con el bienestar subjetivo, las diferencias entre las percepciones sobre la pobreza y la relevancia de su inclusión en las políticas públicas.

Investigaciones como las relatadas tan sintética y esquemáticamente en estas notas, seguramente contribuirán a una puesta al día de nuestro rostro; nos ayudarán a entender cada vez mejor que la cuestión social es un fenómeno poliédrico que no solamente es percibido de maneras diferentes, sino que tampoco puede reducirse a una sola de sus manifestaciones, así sea tan lacerante como la pobreza. Superar ésta y abatir la desigualdad, hoy tan férreamente asociadas, debe asumirse como un proyecto capaz de concitar y sumar esfuerzos y voluntades del corte más variado.

Hace más de un siglo, Ignacio Ramírez, “el Nigromante”, se preguntaba qué debía hacer la República que nacía —o renacía— con los pobres. Lo mismo hizo mucho después la escritora Julieta Campos, empeñada en una entregada tarea de superación de la pobreza en Tabasco. Ninguno de ellos pretendía reducir el asunto; por el contrario, buscaban subrayar la importancia de visibilizar la cuestión social y de asumir su enfrentamiento como una tarea pública y del Estado, frente a la cual poco o nada lograrían la caridad o la filantropía. Más recientemente, Tony Judt decía:

Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo […] El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece “natural” data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres (Judt, 2010: 17-18).

Como nación, requerimos un gran acuerdo que parta de revisar las relaciones entre el Estado y el mercado, la economía y la política, la democracia y la desigualdad, pero también de la sociedad consigo misma. Aspiraremos así a formular un nuevo pacto que ordene nuestra convivencia comunitaria. Tal contrato deberá estar vinculado y articulado por un gran compromiso por la justicia social, uno de cuyos perfiles originarios ha sido, y tiene que seguir siendo, abiertamente distributivo. De aquí la urgencia inevadible de desplegar destrezas múltiples, ejercicios sistemáticos de persuasión emanados de un cada vez mejor conocimiento y una suma de voluntades inspirada en los grandes momentos en que el país pudo encarar la adversidad y superarla.



* Coordinador del Programa Universitario de Estudios de Desarrollo, UNAM.




1. Los mexicanos vistos por sí mismos. Los grandes temas nacionales.

2. Se entiende por pobreza extrema cuando existen tres o más carencias sociales (educación, salud, seguridad social, vivienda, servicios básicos, alimentación).

3. Anteproyecto de la cdhe: “Los valores de los derechos emergentes”, en (http://www.idhc.org/esp/documents/CDHE/CDHE _Camps.pdf).

4. Encuesta Nacional de Migración, Los mexicanos vistos por sí mismos. Los grandes temas nacionales, México, Área de Investigación Aplicada y Opinión, IIJ-UNAM, 2015.