Conocimientos, ideas y representaciones acerca de niños, adolescentes y jóvenes. ¿Cambio o continuidad? > Introducción

Introducción

Mario Luis Fuentes Alcalá *
Mónica González Contró **
Mauricio Padrón Innamorato **
Erika Tapia Nava ***


Concepción de infancia(s) y juventud(es)

Si se trata de ubicar la concepción de la infancia en la época actual, no se puede evitar hacer referencia a algunos autores como Philippe Ariès, Jens Qvortrup, Göran Therborn o Eugene Verhellen, por mencionar algunos, quienes coinciden en términos generales en señalar que en la época moderna, es la Revolución francesa la que se constituyó como hito fundamental para el cambio de paradigma en la concepción de la infancia. Es más, algunos de estos autores afirman que es desde ese momento que se “descubrió” a la infancia, en el entendido de que se hizo manifiesta una condición que había permanecido inadvertida hasta entonces (Verhellen, 1998; Qvortrup 1994; Ariès, 1987; Therborn, 2010).

De acuerdo con Trisciuzzi y Cambi (1998), hasta hace relativamente poco tiempo, los niños y adolescentes formaban parte de lo que llaman “las estructuras profundas de la historia”, donde la infancia resulta “casi siempre invisible o con frecuencia se la confunde con la naturaleza”. Esta manera de concebirla ha generado la confusión entre la concepción de la infancia como hecho biológico y/o natural, y su concepción como hecho social, situación que promueve entonces la invisibilidad de esta población.

Desde esta postura, al considerar a la infancia sólo como una categoría etaria o biológica, se asume a los niños y adolescentes como seres individuales y como seres en formación para la vida adulta, postura que lleva a mirarlos, pero no a la infancia, como una categoría social con igual representatividad y peso social, económico y cultural que otras categorías, entre ellas, la de los adultos (Qvortrup, 1994; Therborn, 2010). Y como consecuencia de esta concepción, aproximación o forma de entenderla, se le limitan los derechos de los que son sujetos (Qvortrup, 1994).

Así, por ejemplo, con respecto a esta extendida invisibilidad de las condiciones de vida de gran parte de la población infantil, un informe de Amnistía Internacional refiere que “Históricamente la infancia es invisible (…) hasta muy recientemente no ha sido tema de interés”.1 Por lo dicho, en la conceptualización del fenómeno parecen conjugarse dimensiones que tradicional e incluso culturalmente no se incluyen en los diagnósticos y en los análisis con la profundidad que se debería. Complejidad que aumenta notablemente si se entiende que la población infantil desarrolla su cotidianidad (en la mayoría de los casos) dentro de las familias, es decir, en el marco de espacios privados de socialización que imponen sus normas, valores y pautas de funcionamiento de forma íntima y subjetiva.

De acuerdo con Barrientos y Corvalán (1996), es importante tener en cuenta que en cierta forma la infancia, a lo largo de la historia, se ha estudiado desde la perspectiva cultural de la modernidad, ya que social, cultural, política, jurídica e incluso económicamente, esta población (como sujetos históricos) ha formado parte (y continúa formando parte) de los principales grupos vulnerables y excluidos socialmente. En cierta medida, esto obedece a que la construcción del contexto sociocultural de los niños y adolescentes (su vida en familia, su inserción en los procesos sociales, educativos, laborales) es un proceso apenas percibido en el estudio de las ciencias sociales.

Ahora, los avances realmente importantes, el gran salto cualitativo en relación con la forma de entender, analizar y ubicar en el contexto social más general a la población infantil, se empieza a producir muy recientemente (a partir del siglo XX), con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de manera extensiva, con la Declaración Universal de los Derechos del Niño y, sobre todo de manera más concreta, con la Convención sobre los Derechos del Niño.2

Sin embargo, como es sabido, el establecimiento formal por medio de las normas no garantiza la efectividad o el ejercicio de los derechos y, en este sentido, es la misma Convención la que establece de manera expresa que el cumplimiento de los derechos más básicos, como la salud y la educación, dependerán de la situación social, económica y política del país, así como de las condiciones de las familias a las que pertenecen los niños. Pero más allá de esta observación explícita, se debe reconocer que este instrumento ha permitido ir modificando la manera de conceptualizar a los niños, y así asumirlos como sujetos de derechos, posicionándolos en un lugar distinto en la sociedad, donde empiezan a perder su condición de invisibilidad.

Como se ha mencionado líneas arriba, no se puede dejar de reconocer que las concepciones de la infancia han cambiado considerablemente a lo largo de la historia. Estos cambios en la noción de la infancia tienen que ver con los modos de organización socioeconómica de las sociedades, con las formas o pautas de crianza, con los intereses sociopolíticos, con el desarrollo de las teorías pedagógicas, así como con el reconocimiento de los derechos de la infancia en las sociedades occidentales y con el desarrollo de políticas sociales al respecto. Por todo ello, la infancia, más que una realidad social objetiva y universal, es ante todo un consenso social (Alzate, 2002). Pero la dificultad que se ha enfrentado para lograr ese consenso se basa, en gran medida, en las complejidades que tiene el análisis de esta población.

Por esto último, realizar un estudio acerca de la población infantil implica reconocer que se abordan unidades de una compleja heterogeneidad. En países como el nuestro, marcado por profundas desigualdades sociales, económicas y regionales, las condiciones de desarrollo son diversas. Del mismo modo, si bien el análisis se centra en un grupo poblacional de un rango de edad determinado, se debe partir del supuesto de que es un grupo que asume una amplia diversidad de prácticas, visiones y valores, que determinan que la heterogeneidad sea una característica importante de los niños y adolescentes. Así, como señala Alzate:

La antigua sociedad tradicional occidental no podía representar bien al niño y menos aún al adolescente; la duración de la infancia se reducía al periodo de su mayor fragilidad, cuando la cría del hombre no puede valerse por sí misma; en cuanto podía desenvolverse físicamente, se le mezclaba rápidamente con los adultos, con quienes compartía trabajos y juegos. El bebé se convertía en seguida en un hombre joven sin pasar por las etapas de la juventud (Alzate, 2002: 13).

Ahora, con respecto a la juventud, ésta puede ser definida según Souto (2007), como el periodo de la vida de una persona en el que la sociedad deja de verle como un niño, pero no le da un estatus ni le atribuye funciones completas de adulto.

De forma paralela a lo que ocurrió con la concepción de la infancia, el proceso de conformación de la juventud como grupo social definido, se inició en Europa entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Aunque algunos investigadores (Moller, 1968; Keniston, 1970; Leslie, 1984; Mitterauer, 1982; Gillis, 1974), destacan la importancia del factor demográfico, quizás fueron más importantes las consecuencias de los cambios producidos por la modernización económica, social y política, y el desarrollo del Estado moderno, que creó toda una serie de instituciones y reglamentaciones que, si bien, por una parte aumentaron el periodo de dependencia de los jóvenes por consideraciones de edad, por otra parte les dieron un perfil característico y facilitaron tanto su organización como su actuación de forma independiente (Souto, 2007).

Con la modernización, los jóvenes se encuentran expuestos, en un grado cada vez mayor, a una multitud de influencias competitivas y opuestas a los modelos de socialización dentro de la familia y el grupo doméstico de la comunidad local tradicional, que eran básicamente uniformes y que daban lugar a una serie relativamente rígida de actitudes, normas, ideas y hasta expectativas (Souto, 2007).

Así, la especialización, diferenciación y organización de las instituciones responsables de la socialización de este grupo de población provocaron (y provocan), según Souto (2007), enfrentamientos entre sistemas de valores cada vez más complicados y abiertos; y la creciente movilidad profesional y regional otorga a los jóvenes más oportunidades para vivir conforme a sus deseos (Mitterauer, 1982; Galland, 1991; Teles, 1999; Davis, 1990).

Ahora, al igual que ocurrió con la población infantil (niños y adolescentes), es importante mencionar que la investigación sobre jóvenes implica reconocer que se abordan unidades de una gran heterogeneidad. Es decir, que en países como los nuestros (aunque no de manera exclusiva), marcados por profundas desigualdades sociales, económicas y regionales, las condiciones de desarrollo son diversas, y si bien el análisis se centra en un grupo poblacional de un rango de edad determinado, se debe partir del supuesto de que es un grupo que asume una amplia diversidad de prácticas, visiones y valores; mismos que determinan que la heterogeneidad sea una de sus características importantes.

Sumado entonces a la diversidad propia de la juventud, se debe reconocer que en nuestras sociedades cada vez más heterogéneas y, desde 2008, inmersas en situaciones de crisis o en condiciones de entrar en una, los jóvenes han afrontado y afrontan sus trayectorias vitales en un contexto por demás complejo. Parecería, y así los demuestran algunos trabajos (por ejemplo: Moreno Mínguez, 2012), que ya no hay un único modelo lineal de evolución en torno al que organizan la propia vida. Tanto el éxito como el fracaso se redefinen, y lo que en alguna época podía ser nombrado como “el paso a la vida adulta” (Brunet y Pizzi, 2013), se ha ido dilatando en el tiempo y ha cambiado su forma, característica y tipología.

Así, la tradicional estructura lineal de transición, definida por una secuencia culturalmente establecida y socialmente reproducida, en que se pasa de estudiar a trabajar, de ahí al matrimonio y a la crianza de hijos, todo con plazos estrictos, con edades prescritas, ha ido cediendo terreno a nuevas formas de hacerse adulto, nuevas formas de transición, con otra estructura, otro orden en la secuencia y otros tiempos para cada paso (Dávila y Ghiardo, 2006; Dávila y Ghiardo, 2011; CEPAL, OIJ e Imjuve, 2014).

Para el enfoque de las transiciones a la vida adulta, la juventud representa un periodo intermedio que es paso y, a la vez, espera entre dos estados: entre la infancia y la adultez, el antes y el después, se encuentra la juventud, que es todo lo que comprende el pasaje de una a otra. Ser joven es “ir dejando” de ser niño sin aún llegar a ser adulto, estar expuesto a la vivencia de lo indefinido, a la tensión por el desajuste que se produce cuando se deja de ser lo que se era, cuando se altera la identidad entre cuerpo, mente y condición social (Dávila y Ghiardo, 2006 y 2011).

En efecto, ser joven no es sólo estar en una fase de preparación, en una “sala de espera”, como diría Machado Pais (2012), en que la vida transcurre entre los estudios y el ocio. Mientras se es joven, estadísticamente joven, ocurren acontecimientos que marcan de por vida: muchos se convierten en padres o madres, trabajan, se hacen independientes; cambios que, en su secuencia, su orden y sus tiempos configuran diferentes formas de “hacerse adulto”, diferentes estructuras de transición.

La transición, de acuerdo con Machado Pais (2012), es un proceso inevitable, común a todo individuo y presente en todo momento histórico. Siempre y en todo lugar, los niños crecen y se convierten en adultos, más allá de lo que social y culturalmente signifique ser adulto, de lo que los haga adultos, de los signos y ritos que marquen el paso de una a otra etapa, de la edad que señale la mayoría de edad. Que en tiempos modernos se llame “juventud” a este periodo de paso, que su extensión, sus etapas y su estructura sean diferentes a los de cualquier otra época y forma de sociedad, son fenómenos que responden a procesos sociales, culturales e históricos que, sin embargo, no niegan su ocurrencia (Machado Pais, 2012).

Según Dávila y Ghiardo (2006 y 2011), la trayectoria está puesta en otro plano, en el plano social, de las posiciones que van ocupando los sujetos en la estructura social, o lo que es igual, en el campo de las relaciones de poder entre los grupos sociales. Para el análisis de trayectorias, no importa la secuencia que forman las sucesivas fases de generación de nuevos individuos adultos, sino las posiciones estructurales y las disposiciones subjetivas que producen –en el doble sentido de “ser producto de” y “producir”– esos cambios de condición. Si para el análisis de las transiciones el paso de estudiante a trabajador importa en sí mismo, si la edad en que se produce es un factor que influye en la descripción de la estructura de las transiciones, para las trayectorias importan, en cambio, el grupo social de origen, el nivel de educación alcanzado, el tipo de establecimiento escolar, el título y el tipo de trabajo al que se accede con él y la valoración social y simbólica del título obtenido.

Aunque las transiciones y las trayectorias estén en planos diferentes, no son procesos que permanezcan indiferentes uno del otro. Entre la estructura de las transiciones y la forma de las trayectorias existe una implicación mutua, con múltiples conexiones e influencias que van y vienen y las convierten en procesos que sólo se entienden en su relación, en su mutua implicancia (Dávila y Ghiardo, 2006 y 2011).

Los cambios en la estructura de las transiciones, que definen las transformaciones en la extensión y el significado mismo de la palabra juventud, no se pueden comprender sin incorporar al análisis la trayectoria del grupo o la clase de la cual esa estructura de transición es característica o típica en un momento histórico acotado. Las trayectorias son, en efecto, factores que marcan las estructuras de transición (Dávila y Ghiardo, 2006 y 2011).

Lo que se quiere destacar es que la transición y la trayectoria constituyen dos aspectos fundamentales de la generación de los diferentes sujetos juveniles. En la relación entre ambas se puede ir tejiendo la madeja que permite comprender, si no totalmente, al menos en forma parcial la configuración de prácticas, la creación de aspiraciones, la formulación de expectativas y el despliegue de las diferentes estrategias que adoptan los jóvenes (Dávila y Ghiardo, 2006 y 2011). Relación, por cierto, compleja, que pone el análisis frente a un tema difícil: la vinculación entre estructuras sociales, formaciones culturales y lógicas (o sentidos) de la acción.

Situación y características actuales de la infancia y la juventud en México

De manera general se puede asumir a la infancia y a la juventud como grupos de edad cuya frontera viene marcada por cortes en los ciclos vitales. Esta manera de entenderlo le imprime un estatus diferenciado a estos grupos, definido entre otras cosas, por una limitación jurídica para el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus deberes (Hernán, 2006), así como por su dependencia de otras categorías sociales (los adultos) e instituciones (familia y escuela, sobre todo).

A su vez, ambos grupos (el de niños y adolescentes y el de los jóvenes), deben ser entendidos como grupos que se caracterizan por el continuo reemplazamiento de sus miembros (Frones, 1994), es decir, como un conjunto al que se incorporan los nacidos y del que salen las personas al cumplir determinada edad (dependiendo del contexto social y jurídico). Pero ese flujo continuo, y el hecho de que sea una fase de transición en la vida de los individuos, no impide que se constituyan como una forma permanente de la vida social, aunque sus miembros cambien de manera constante (Qvortrup, 1994).

Como quedó sugerido anteriormente, la infancia es un grupo social que por tradición se encuentra oculto en los análisis estadísticos, queda invisible detrás, o dentro de otras categorías como la familia o el hogar. Entonces, quizás una forma de hacer visible a este grupo en los estudios e investigaciones es considerar a la infancia como unidad de análisis y a los niños y adolescentes como unidad de observación (Jensen y Saporiti, 2002), lo que lleva necesariamente a observar y obtener información de la realidad tomando como referente a este grupo poblacional.

Ahora, la juventud como fenómeno social depende, en primera instancia, de la edad que la define, pero sobre todo de la posición de la persona en diferentes estructuras sociales, entre las que destacan la familia, la escuela y el trabajo, además de la acción de las instituciones estatales que con su legislación alteran la posición de los jóvenes en ellas. Es así que la existencia de la juventud como un grupo definido no es un fenómeno universal y, como todo grupo de edad, su desarrollo, forma, contenido y duración son construcciones sociales y, por tanto, históricas, porque dependen del orden económico, social, cultural y político de cada sociedad; es decir, del contexto espacio-temporal que determina el modo en que la “juventud” es construida en una sociedad.

Es menester aclarar que si bien lo dicho hasta ahora se entiende como cierto, no se desconoce de ninguna manera el papel indiscutido que la familia contemporánea ocupa en la articulación entre el mundo público y el ámbito de la privacidad y la intimidad de los individuos. Los entornos en que se sitúa, las composiciones y ciclos de vida de la familia son múltiples y variables, pero esta variabilidad no es azarosa ni se halla puramente ligada a diferencias culturales, sino que existen procesos de cambio social, económico, tecnológico, jurídico y político que permiten identificar elementos que desencadenan importantes transformaciones en la familia y en cada uno de sus integrantes (Padrón y Román, 2012 y 2013).

En este sentido, como dice Frones (1994), los cambios demográficos deben ser utilizados como hipótesis acerca de la posición de estas poblaciones en la sociedad y de las relaciones con otros grupos y entre generaciones.

Ahora, las tendencias de los últimos años, y sus resultados en la situación demográfica actual de México, permiten observar escenarios y condiciones vinculados con el crecimiento poblacional, con el cambio en la estructura por edades, con las modificaciones en el fenómeno de la fecundidad, con cambios en las familias, así como con los procesos migratorios tanto internos como internacionales que, en conjunto, plantean nuevos desafíos teóricos y metodológicos.

Con la llegada del presente siglo, México ha experimentado un intenso proceso de cambio que implica múltiples transiciones en las esferas económica, social, política, urbana, epidemiológica y demográfica.

Así, con respecto a la transición demográfica, el país ha experimentado cambios importantes y rápidos en el tamaño y la estructura por edad de la población. Estas transformaciones se derivan del acelerado descenso de la mortalidad (resultado de la gran expansión y cobertura de los servicios de salud, así como de la disponibilidad de medicamentos más eficaces en comparación con tiempos anteriores). Por su parte, las consecuencias de la política a favor de la natalidad implementada en el país con miras a satisfacer la demanda de mano de obra para la industria creciente y para habitar el territorio nacional, propició un alto crecimiento demográfico en México a lo largo del siglo XX (sobre todo entre las décadas de los cincuenta e inicios de los setenta), con tasas superiores a 3 por ciento anual (Partida, 2003).

En estos términos, la transición demográfica alude al paso de altas tasas de natalidad y de mortalidad sin control, a bajos niveles controlados, por lo que la primera etapa de la transición demográfica, en términos generales, se caracteriza por tasas de mortalidad en rápido descenso y tasas de natalidad relativamente constantes e incluso ascendentes (para México, esto ocurrió sobre todo entre 1945 y 1960). La segunda fase puede ubicarse a partir de 1970, cuando el descenso de la fecundidad se acentuó, luego de haber empezado en los años sesenta. La tercera etapa del proceso (caracterizada porque las cifras de natalidad y mortalidad convergen), tendrá lugar durante la primera mitad del presente siglo (Partida, 2003 y 2005; Conapo, 2002).

De acuerdo con datos de Partida (2005), se estima que la tasa de crecimiento se mantuvo aproximadamente constante en 1 por ciento anual durante el primer decenio del siglo XX. Después de la Revolución mexicana aumentó de 1.4 en 1921 a 1.7 en 1930, a 2.7 en 1950 y a 3.5 por ciento en 1965. Como consecuencia del declive de la fecundidad, la dinámica demográfica empezó a disminuir su velocidad gradualmente, registrando tasas de 3.1 por ciento en 1970, de 2.3 en 1985 y de 1.3 en 2000. Como se puede ver, después de un largo proceso de transformación demográfica, la población mexicana ingresó al siglo XXI con una tasa de crecimiento natural (1.1 por ciento) semejante a la observada cien años atrás, pero con un tamaño siete veces mayor.

Estos procesos, cambios, tendencias y transiciones han provocado que México se encuentre entre los países considerados en una fase avanzada de la transición demográfica. Si bien los bajos índices de fecundidad y mortalidad del país conducen hacia el paulatino envejecimiento de la población, la inercia demográfica del pasado le heredó al país un contingente histórico de jóvenes.

Como se dijo antes, si bien el efecto de la transición demográfica sobre la estructura por edad de la población en México tiende al envejecimiento en el largo plazo, en la actualidad el país cuenta con una alta presencia de personas de entre 0 y 29 años de edad (56.1 por ciento de la población total),3 producto de la inercia demográfica, es decir, del impulso que las altas tasas de fecundidad del pasado ejercen sobre la composición por edades de la población actual.

Hoy en día, según datos obtenidos del Censo 2010, en México residen 62 millones de niños, adolescentes y jóvenes de entre 0 y 29 años de edad, de los cuales 26 millones son niños (0 a 11 años), 13.2 millones son adolescentes entre 12 y 17 años de edad y 22.9 millones son jóvenes (18 a 29 años). En conjunto, los niños, adolescentes y jóvenes representan cerca de la sexta parte de la población total del país, la cual ascendía a 112.3 millones en 2010 (véase gráfica 1).

Gráfica 1

Fuente: elaboración propia a partir de la información del VIII Censo General de Población 1960, XI Censo General de Población y Vivienda 1990 y Censo de Población y Vivienda 2010. Instituto Nacional de Estadística y Geografía.

Si bien, el peso específico de la población de niños, adolescentes y jóvenes ya ha comenzado a disminuir en términos relativos y se encuentra próximo a hacerlo en su volumen absoluto, dado el descenso en los índices de fecundidad de las últimas décadas (la tasa global de fecundidad –TGF– pasó de 6.72 hijos por mujer en 1970 a 2.2 en 2013), es de resaltar que esta disminución ha sido producto tanto de cambios y transformaciones sociales y culturales en torno a la reproducción, como de las políticas de planificación familiar que lograron regular el número de hijos por mujer en el país (Conapo, 2013).

Gráfica 2

Fuente: elaboración propia a partir de la información del VIII Censo General de Población 1960, XI Censo General de Población y Vivienda 1990 y Censo de Población y Vivienda 2010. Instituto Nacional de Estadística y Geografía.

Si bien la tasa de crecimiento de la población infantil y juvenil ha mostrado una tendencia a la baja varios años después de que lo hiciera la población total, su descenso ha sido más pronunciado por efecto de la caída de los índices de fecundidad, los cuales, en conjunción con la disminución de la mortalidad (principalmente infantil), han hecho crecer a este grupo de población a un ritmo superior al del conjunto de la población total.

En general, la transición demográfica, a la que se hizo referencia antes, por la que ha pasado el país durante las últimas décadas, no sólo ha tenido efecto en el volumen y dinámica de la población de niños, adolescentes y jóvenes; también ha transformado la estructura por edad de la población total llevándola a una clara tendencia al envejecimiento. Es decir, al aumento, por un lado, de la proporción de población de mayor edad y a la reducción, por el otro, de los grupos etarios más jóvenes.

Gráfica 3

Fuente: elaboración propia a partir de la información del VIII Censo General de Población 1960 y del Censo de Población y Vivienda 2010. Instituto Nacional de Estadística y Geografía.

En el contexto general descrito, hay aspectos que siguen preocupando y que si bien no son objeto de este texto, algunos de ellos deben ser referidos para intentar completar el panorama que se busca delinear en este trabajo.

De acuerdo con datos del Coneval (2010), en ese año aproximadamente 80 por ciento de la población en el país vivía en hogares en los que habitaba al menos una persona menor de 18 años, además, uno de cada cinco niños residía en hogares con jefatura femenina (20.6) y, aproximadamente 14 por ciento de la población de 0 a 14 años (alrededor de 5.7 millones), habitaba en hogares donde al menos una persona hablaba lengua indígena.

Por su parte, a pesar del progreso en los últimos años en relación con garantizar mayores niveles de bienestar para la población infantil y adolescente, la pobreza y la desigualdad siguen afectando a este grupo. La población infantil y adolescente enfrenta mayores niveles de pobreza que el resto de los mexicanos; en el 2010, 46.2 por ciento de la población del país era pobre, mientras que 53.8 por ciento de la población de 0 a 17 años vivía en esta situación. La proporción de la población total con un ingreso insuficiente para adquirir los bienes y servicios que requiere para satisfacer sus necesidades alimentarias y no alimentarias fue de 52 por ciento, entre la población de 0 a 17 años este porcentaje ascendía a 61 por ciento (Coneval, 2010).

En cuanto a la población joven, es de destacar la desigualdad social que persiste entre la población de México y que genera una alta heterogeneidad de situaciones que limitan las estructuras de oportunidades en las que desarrollan sus vidas los jóvenes, ocasionando situaciones de mayor vulnerabilidad entre ellos. Esta situación se traduce injustamente en la falta de recursos y oportunidades, o acceso a las mismas, para responder a los nuevos requisitos que la sociedad exige, además de que dificulta la preparación de los individuos para enfrentar los riesgos emergentes, propios de la dinámica social, económica, política, tanto a nivel nacional como global (Conapo, 2013).

En este sentido, la situación laboral de los jóvenes es uno de los fenómenos que sigue presentando un panorama poco favorable. De acuerdo con datos del Conapo (2013), cerca de la mitad de la población joven se dedica exclusivamente a trabajar, aunque es de reconocer que esta proporción ha descendido en los últimos años como resultado de la mayor atracción que ejerce la educación entre esta población. Así, para el año 2010, cuatro de cada diez jóvenes trabajaba, tres sólo estudiaban y cerca de 20 por ciento se dedicaban a actividades domésticas.

El análisis de las tasas de participación activa y de desocupación abierta, así como de la posición en el trabajo, la rama de actividad y el nivel de ingresos y prestaciones de los jóvenes ocupados, indica que existen comportamientos diferenciados en función de la edad (aunque no de manera exclusiva). Si bien la participación económica de los jóvenes presenta ligeras disminuciones en el tiempo, el desempleo entre ellos sigue casi duplicando al de los adultos, producto de la desfavorable coyuntura entre los sistemas económicos nacionales y globales. Además, la búsqueda infructuosa de empleo que lleva a la desocupación tiende a acentuarse entre los adolescentes, las mujeres, la población joven con mayor nivel de estudio y los jóvenes urbanos. Son precisamente estos grupos de jóvenes quienes se encuentran expuestos con mayor intensidad al trabajo informal, o al trabajo sin pago, vinculado estrechamente a estrategias familiares de supervivencia para las que estos grupos de población forman un recurso importante como mano de obra (Conapo, 2013).

Una cuestión indiscutible es que los niños, adolescentes y los jóvenes (hombres y mujeres) son parte activa de los procesos de reproducción social, pero las condiciones en las que se forman como individuos y ciudadanos, y se integran al conjunto de la sociedad, presentan aún carencias que, de no superarse, favorecerán la reproducción de la precariedad y la desigualdad a lo largo del tiempo (Conapo, 2013). Las políticas públicas o sociales, así como la formulación o reforma legislativa han beneficiado en gran medida a las generaciones actuales, pero como los fenómenos sociales evolucionan con el paso del tiempo, al igual que lo hace la percepción que la sociedad tiene sobre ellos, se hace necesario conocer estos cambios y la manera en que la población los asimila y protagoniza para diseñar, elaborar e implementar políticas y programas adecuados y efectivos.

Objetivo general del proyecto y propósito de la obra

Como se ha dicho antes, tanto a nivel internacional como nacional, se han realizado grandes avances en materia jurídica (por ejemplo: Declaración de los Derechos del Niño, reforma constitucional en materia de Derechos Humanos, promulgación de la Ley para la Protección de niñas, niños y adolescentes, reforma constitucional que elevó la edad mínima de admisión al empleo, ratificación del convenio 138 de la OIT, entre otros); todo esto ha permitido contar con un marco normativo dirigido a la protección de derechos de la población de niños, adolescentes y jóvenes.

Pero como es sabido, los cambios legales o las reformas legislativas no modifican conductas o comportamientos en la población. Las transformaciones culturales, simbólicas y valorativas ocurren de forma más lenta, ya que su arraigo es mucho más profundo y está imbricado con aspectos subjetivos e históricos de la población. Estos cambios formales junto con las modificaciones sociales, culturales, simbólicas y de valores (que pueden ser aproximadas por medio de las percepciones que la población tiene acerca de determinados temas), permiten entender si la población del país ha cambiado o está cambiando la forma de entender y de mirar ciertos aspectos de la vida nacional.

Al retomar lo planteado en la justificación del proyecto general en el que se inscribe este libro se busca dar cuenta de las transformaciones sociales en un contexto de globalización, de cambio cultural, social, económico, político y jurídico. De esta manera, recoge el pensamiento de la sociedad mexicana en un momento que puede ser entendido como de inflexión, ya que asistimos a un proceso de aceleración de las transformaciones en lo referente a las conductas sociales y políticas, en las cuales los límites de lo posible están en constante movimiento. Así, la reflexión sobre nosotros mismos y nuestros problemas, sobre el pasado, el presente y el futuro, constituye una forma de pedagogía colectiva en un momento crucial, que sirve para potenciar las fortalezas y los atributos del colectivo nacional sobre las premisas de una sociedad libre y abierta.

En este caso específico se quiere conocer, para describir y delinear, cuáles son las opiniones, las percepciones y las actitudes de los mexicanos frente a la situación, características, condiciones y posibilidades de los niños, adolescente y jóvenes en el México actual.



* Investigador titular C de tiempo completo del Programa Universitario de Estudios del Desarrollo.
** Investigadores titulares A de tiempo completo del Instituto de Investigaciones Jurídicas.
*** Investigadora del Área de Investigación Aplicada y Opinión del Instituto de Investigaciones Jurídicas.




1. http://www.amnistiacatalunya.org/edu/es/historia/h-precariedad.html. Consultado: 19 de agosto de 2014.

2. En 1989 se firma en las Naciones Unidas la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, la cual representa un instrumento muy avanzado en términos de contenido, de fuerza vinculante y de impacto cultural para la defensa de los niños y adolescentes. México ratifica esta Convención en 1990, y a partir de esta ratificación se considera niño a todo ser humano menor de 18 años de edad.

3. Cálculos propios a partir de la información del Censo de Población y Vivienda 2010. Instituto Nacional de Estadística y Geografía.