Géneros asimétricos. Representaciones y percepciones del imaginario colectivo > Introducción

Introducción

El deber ser del hombre y de la mujer a través de la historia

Patricia Galeana *


Es común que los términos “sexo” y “género”, así como “igualdad” y “equidad” se usen indistintamente, sin embargo no son sinónimos.

El sexo es el conjunto de atributos biológicos que diferencian a una mujer de un hombre. Así, por causas naturales, hay funciones que sólo las puede desempeñar una mujer, como parir o amamantar. Mientras que el género es el conjunto de atributos culturales, de roles sociales que le son asignados a una persona por haber nacido de sexo masculino o femenino (Bourdieu, 1998).

Hombres y mujeres somos diferentes biológicamente, pero iguales como seres humanos, como personas. Nos diferenciamos, mas no por ello dejamos de tener los mismos derechos. Sin embargo, han subsistido patrones culturales discriminatorios, atavismos patriarcales que han impedido que exista una sociedad igualitaria.

La equidad hace posible la igualdad, para que las mujeres puedan ejercer sus derechos, para que se respete su dignidad como seres humanos y para que tengan las mismas oportunidades que los hombres. El género es un concepto cultural —no natural (idem)— que puede cambiarse en la práctica cotidiana, a través de la educación, del marco jurídico, de políticas afirmativas que generen una nueva mentalidad y que cambien usos y costumbres discriminatorias. La equidad consiste en dar a cada quien lo que necesita para ser igual como ser humano.

La inequidad de género se ha dado en todo el mundo desde el establecimiento del patriarcado. Si bien no ha existido siempre y en todo lugar, subsisten concepciones y prácticas patriarcales hasta la fecha.

De ahí la importancia de la presente obra, basada en datos duros que nos permiten constatar si las apreciaciones teóricas coinciden con la realidad. Conocer qué es lo que pensamos los mexicanos de nosotros mismos, qué significa ser hombre o mujer en nuestro país y cuál es el concepto que tiene la sociedad sobre nuestros valores.

Hoy casi todo el mundo reconoce la existencia de la discriminación por razones de género. Las altas cifras de la violencia contra las mujeres la hacen evidente.1 Para superarla debemos revisar su trasfondo histórico. Los argumentos que han justificado tales prácticas tienen hondas raíces y parten de concepciones filosóficas, religiosas, pseudocientíficas y legales. La creencia de mandatos divinos, supuestas leyes de la naturaleza, una pretendida superioridad física e intelectual del hombre, o la debilidad y sumisión innatas de la mujer, sancionadas por normas jurídicas, son las más comunes. Sin embargo, como las asignaciones del papel que debe asumir cada género son culturales y no fisiológicas, éstas se pueden cambiar.

Desde que se estableció el sistema patriarcal se asignaron a la mujer la crianza y el trabajo doméstico, pero no siempre el hombre ha sido el género dominante. Hace miles de años la mujer fue reconocida como aquella que daba lo más importante al grupo social: su reproducción. El culto a la fertilidad hacía de ella una figura divina en tanto que era la creadora. Este hecho derivó en el modelo matriarcal (Loraux, 1991: 47-57), organización social en la que la mujer tenía preponderancia.

Hubo figuras mitológicas tan importantes como la diosa madre Isis en Egipto, o Lilith en la cultura judía, quien al ser creada antes que el hombre no aceptaba ninguna sumisión. En Creta, el culto era oficiado por sacerdotisas, aunque fue en esta región mediterránea donde se dio el cambio del modelo matriarcal al patriarcal (Georgoudi, 1991: 517-535).

Los griegos hicieron de Zeus el padre todopoderoso, que podía crear sin una mujer (Wolfensberger Scherz, 2001). Este nuevo modelo pronto se expandió. En el mundo clásico, Platón y Aristóteles tuvieron concepciones divergentes sobre la mujer. Platón consideró que si ésta recibía la misma educación que el hombre podría alcanzar el mismo grado de conocimiento y, consecuentemente, convertirse en gobernanta. En su Diálogo sobre la República el filósofo señala que lo mejor para una comunidad es que todos sus miembros la defiendan (Platón, 2009: 363). Tal defensa implicaba la participación política de las mujeres.

Por el contrario, Aristóteles consideró que las mujeres no podían participar activamente en la cosa pública, ya que eran seres incompletos, receptoras pasivas de la procreación, ineptas para la libertad y con una capacidad craneana menor que la del hombre, lo que correspondía a una menor inteligencia. Las tesis de Platón no prevalecieron; la concepción aristotélica fue la que imperó (Sissa, 1991: 73-111).

Desde la Antigüedad clásica, la estructura patriarcal consideraba a los miembros de la familia propiedad del pater familias; objetos y no sujetos de derechos. El padre era la máxima autoridad, tenía por tanto el derecho de castigar a todos los miembros del núcleo familiar, incluida la madre, así lo consagraron todos los códigos. Ha costado siglos deconstruir esta cultura, donde impera la fuerza sobre la razón.

Las tres principales religiones monoteístas abrahámicas —judaísmo, cristianismo e islamismo— son doctrinas cuyo dogma se basa en que hay un dios único, una figura masculina que es el padre creador, y que sólo después de crear al hombre creó “de él” a la mujer. Todas estas creencias colocaron a la mujer en un lugar secundario, subalterno. La cultura religiosa perpetuó a la sociedad patriarcal, en la que la función social de la mujer se limitó a la reproducción (Galeana, 2012: 10).

Las leyes romanas establecieron la patria potestad. El padre era la autoridad de todo el núcleo familiar, incluida la madre. La mujer quedaba reducida a la minoría de edad permanente. El hombre tenía control sobre el cuerpo de la mujer, quien se volvió “doméstica”, término que significa “domesticada” o “domada”; origen de palabras que surgen a la postre como “dama” o madame, en contraposición a vocablos propios del patriarcado, como “patronímico”, “patria potestad” y “patrimonio” (Yan, 1991: 115-182).

En las culturas mesoamericanas, el concepto de dualidad regía al universo. Para lograr su equilibrio, éste estaba dividido en dos partes iguales y complementarias: la masculina y la femenina. La observación de ciclos naturales, como la sequía y la fertilidad de la tierra, el día y la noche —en los que el Sol y la Luna simbolizan lo masculino y lo femenino respectivamente— dieron fundamento a su mitología. Tales fenómenos fueron asociados con la vida y la muerte, ciclo esencial para la regeneración del universo (Rodríguez Shadow, 2000: 276).

Se entendía que todos estos eventos eran el resultado de fuerzas divinas. Por ello tomaron la forma de dioses que no podían concebirse sino en pareja. La dualidad no era una lucha entre contrarios, sino el principio de dos partes complementarias que permitían el equilibrio del universo. Cada divinidad masculina tenía su contraparte femenina.

Sin embargo, también se llegó a dar mayor jerarquía al dios masculino como creador, lo cual fue un reflejo de la estructura política y el sistema patriarcal. Quetzalcóatl, representado por la serpiente emplumada, integra los significados de la dualidad por excelencia, los valores de ambos géneros: tierra y agua; tierra y cielo; semen y fertilidad.

En el imperio mexica la situación de la mujer no correspondió a la cosmovisión dual, ocupó un papel secundario, no participaba en la vida política ni en los ritos religiosos públicos, y su actividad mercantil era escasa. Se dedicaba a las tareas reproductivas y domésticas y a la elaboración de telas y ropa. Excepcionalmente en las ciudades estados mayas hubo mujeres gobernantas (Tuñón, 1991: 171).

Hasta la fecha se conserva la tradición prehispánica de enterrar el cordón umbilical de las niñas junto al fogón y de los niños en el campo, para determinar que ése es el destino de cada género.

Durante la Edad Media las mujeres siguieron siendo consideradas como menores de edad e incapaces para participar en las actividades públicas. La ausencia de personalidad jurídica les impedía poseer y administrar bienes; no tenían acceso a la educación que no fuese religiosa. Se les preparaba como madres y esposas; tenían la obligación de ayudar a sus esposos en los oficios que éstos desempeñaban, fueran artesanos o comerciantes, pero no se les reconocían y mucho menos remuneraban estas actividades.

Así como España se unificó en torno a la religión católica, expulsando de sus fronteras a musulmanes y judíos, la conquista española impuso el catolicismo en América, sin tolerancia de ningún otro credo religioso, y unificó a los pueblos mesoamericanos asentados en el territorio que conformó la Nueva España.

El ideal mariano del cristianismo (Tostado Gutiérrez, 1991: 54) se consolidó en Hispanoamérica durante el largo periodo colonial. Las mujeres debían ser a imagen de la virgen María, tenían la obligación de ser virtuosas y sumisas, fieles a la moralidad impuesta por la religión. Debían estar recluidas en sus hogares o en los conventos, siempre bajo la tutela de figuras masculinas, padres, esposos o hijos. Para ellas no había término medio: su conducta sólo podía optar entre la abnegación o el menoscabo.

En la fe cristiana las mujeres fueron asociadas al mito del pecado original, depositarias de las más bajas pasiones humanas, del engaño y la seducción. La moral impuesta por la Iglesia prescribía las conductas permitidas y sancionaba severamente la transgresión de las mismas.

Todo ello dotó de legitimidad a las acciones que los hombres ejercían para castigar a las mujeres, repudiarlas, humillarlas públicamente, despojarlas e incluso asesinarlas.

La vida de las mujeres transcurría en el ámbito de lo privado. Vivían recluidas en su casa familiar, en la casa de Dios, en las casas de recogimiento o en las de mancebía. Pocas pudieron romper el cerco y trascender. Sor Juana Inés de la Cruz lo hizo, pero no dejó de sufrir las consecuencias.

Las mujeres participaron activamente en el proceso de construcción de México. En la lucha por la Independencia (Tuñón Pablos, 1987: 71-79), hubo lideresas y también “transgresoras”; algunas trascendieron no sólo por su apoyo a la insurgencia sino por transgredir el deber ser femenino. Cientos de mujeres, cuyos nombres se perdieron en el anonimato, no sólo acompañaron y cuidaron a los insurgentes, alimentándolos y curándolos, sino que fueron espías y correos. Hubo las que tomaron las armas y también las que fueron botín de guerra, violadas, encarceladas o ejecutadas para someter a la insurgencia.

El principio de intolerancia religiosa imperó en México desde el siglo XVI hasta el triunfo del liberalismo, en la segunda mitad del siglo XIX. Consumada la independencia, la vida de las mujeres mexicanas no cambió mayormente sino hasta el triunfo de la reforma liberal, cuando se liquidaron las supervivencias del viejo régimen colonial (Galeana, 2013: 165-183).

Para generar el cambio de estructuras y consolidar el Estado nacional, el liberalismo emprendió la reforma de la sociedad, se requería la participación de las mujeres, éstas debían instruirse para formar buenos ciudadanos.

El triunfo de la República liberal significó el establecimiento de la educación elemental gratuita, obligatoria y laica; de la escuela secundaria para señoritas; de la escuela de artes y oficios para mujeres y de la normal para maestras. De esta manera las mujeres pudieron tener acceso a una educación similar a la del hombre, no nada más religiosa, y entrar poco a poco a la universidad, lo que significó una profunda revolución cultural.

Durante la dictadura porfirista, el liberalismo dejó de ser revolucionario, se estableció un régimen conservador del poder y del orden y se suprimieron las libertades. La concentración del poder y de la riqueza incrementó la desigualdad hasta provocar el estallido revolucionario. La insurrección social exigió no sólo derechos políticos sino sociales.

A finales del siglo XIX y principios del XX, las mujeres habían empezado a organizar clubes políticos contra la dictadura. La participación de las maestras normalistas fue fundamental, ellas hicieron conciencia de las injusticias; organizaron clubes antirreeleccionistas y participaron en todo el proceso revolucionario, en todos los grupos, colaboraron en la redacción de planes y difundieron sus ideas a través de publicaciones periódicas. También tomaron las armas, mandaron tropa y recibieron el grado de coronelas (Lau, 2010: 91-112).

Las mujeres hicieron la revolución pero la revolución no les hizo justicia a las mujeres, no se les reconoció como ciudadanas. Desde 1824, un excepcional y reducido grupo de zacatecanas solicitaron ser tomadas en cuenta en la toma de decisiones sin obtener respuesta. También hubo una solicitud ante el constituyente de 1857 con el mismo resultado. Casi un siglo después, la revolución propició su participación. Al no reconocer sus derechos políticos la Constitución de 1917, la lucha de las mujeres por el sufragio prosiguió. Durante la segunda y tercera décadas del siglo XX surgieron muchas asociaciones de mujeres (Tuñón, 2002: 305).

Fue en 1947 que el presidente Miguel Alemán logró que se otorgara el voto en el nivel municipal. Y en el nivel federal, fue otorgado por el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines en 1953, después de que Naciones Unidas había recomendado a los países rezagados, que aún no daban la ciudadanía a sus mujeres, que la otorgaran, como una condición indispensable para la existencia de regímenes democráticos.

México fue uno de los últimos seis países de América Latina en reconocer los derechos políticos de las mujeres. Ello ha tenido repercusión en todos los órdenes de la vida nacional, ya que no puede haber democracia ni desarrollo sin la mitad de la población de un país, sin el respeto a sus derechos humanos. El trinomio mujer, democracia y derechos humanos es indivisible.

La doctrina social del feminismo ha luchado por que las mujeres tengan los mismos derechos que los hombres, ha impulsado la defensa de los derechos humanos. Fueron las feministas y sufragistas estadounidenses las que promovieron al fin de la segunda Guerra Mundial que, en lugar de hacer una segunda declaración de los derechos del hombre, se hiciera la declaración de los derechos humanos, de la persona humana independientemente de su sexo.

Aunque la revolución de las mujeres fue la revolución más trascendente del siglo XX y a decir de Herbert Marcuse (Marcuse, 1969) es irreversible, ha subsistido la tesis aristotélica. Increíblemente, algunos de esos conceptos permanecen hasta la fecha. Cabe recordar el caso de Lawrence Summers, rector de Harvard de 2001 a 2006, quien declaró que las mujeres teníamos menos capacidad para las matemáticas que los hombres, durante un seminario de la Oficina Nacional en Investigación Económica de Massachusetts, en enero de 2005 (Summers, 2005 [versión electrónica]).

Como podemos constatar, a lo largo de la historia de la humanidad, así como en México, ha subsistido una cultura patriarcal que ha limitado el desarrollo de su población femenina. Los atavismos patriarcales han sido el fundamento ideológico de la discriminación y violencia que se ejerce en contra de la mujer. Es por ello que hay que deconstruir dicha cultura (Galeana, en prensa).

El artículo 4° de la Constitución mexicana vigente establece que el hombre y la mujer son iguales ante la ley. Sin embargo, no basta reconocer esta igualdad jurídica, hay que hacerla posible. Es preciso establecer las condiciones para que las mujeres ejerzan sus derechos. En eso consiste el principio de la equidad y el enfoque de género.

El rezago en las políticas públicas en materia de género detiene el avance de los pueblos. Las mujeres no constituyen un grupo vulnerable más, son más de la mitad de la población. Su atención debe ser prioritaria por el efecto multiplicador que tiene en la sociedad. No sólo son reproductoras de vida sino de patrones culturales. La mejor inversión que puede hacer un Estado es la educación de sus mujeres. Recordemos que un pueblo llega tan lejos como su educación se lo permite.

La educación permite el empoderamiento, entendido como el dominio de sí misma, para decidir sobre su vida y su cuerpo, para ser protagonistas de la historia, sujeto y no objeto de la misma.

Veamos a continuación cuál es la situación actual que prevalece en nuestro país con los datos que arroja la Encuesta Nacional de Género 2014, realizada por el área de Investigación Aplicada y Opinión del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Tengamos presente que el mejor termómetro para medir el grado de civilización de los pueblos es ver la situación de sus mujeres (Bobbio, 1986: 514).



* Directora general del Museo de la Mujer.




1. De acuerdo con la publicación “Global and Regional Estimates of Violence against Women” de la Organización Mundial de la Salud de 2013, a nivel global 35 por ciento de mujeres ha sufrido violencia física y/o sexual en el contexto de relaciones de pareja o violencia sexual fuera de relaciones de pareja.